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El caso Bukele: crisis y falsa superación

  • Foto del escritor: Rogelio Regalado Mujica
    Rogelio Regalado Mujica
  • 1 abr 2024
  • 5 Min. de lectura

(Fotografía difundida por la Oficina Presidencial de El Salvador)


En la distribución del poder internacional, casi siempre que un país centroamericano recibe los reflectores se debe a una mala noticia. En algunas ocasiones ha sucedido por un mal llamado ‘desastre natural’, en otras por la violencia e inseguridad, o en otras más por un escándalo relacionado con las élites poderosas y —por alguna extraña razón— su relación con Estados Unidos. Esta tradición ha continuado desde hace algunos años en El Salvador, aunque en esta ocasión parece que la tragedia ha sido nombrada de manera distinta por buena parte de la opinión pública y líderes mundiales. Ahora, como en muchas otras ocasiones durante el despliegue de la modernidad, se le llama progreso, caso de éxito o, cuando se llega al mínimo reconocimiento crítico, mal necesario. Pero no todo es consenso. También en muchos medios y centros de información, el actual gobierno de El Salvador ha sido calificado como polémico, antidemocrático y autoritario. En este doble nivel es que el pasado 4 de febrero se llevó a cabo la reelección de Nayib Bukele como presidente con un inusual porcentaje de votos, más del 84%, además de 54 de 60 escaños en la Asamblea Legislativa para su partido (Nuevas Ideas).

La elección de Bukele es destacable, y por eso la retomamos aunque hayan pasado cerca de dos meses que aconteció, por varias razones: la primera, porque sucedió en medio de un ya infinito Estado de excepción que fue declarado por él mismo desde hace dos años; la segunda, que se da en contra de la constitución que no permite la reelección consecutiva; y la tercera, y que más nos interesa comentar brevemente, que representa lo peligrosa que puede ser la política en tiempos de crisis.

Con un discurso que se basó en descalificar los Acuerdos de Paz de Chapultepec firmados en 1992 que desarticularon el conflicto interno en el país entre las Fuerzas Armadas y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Bukele comenzó el que ahora se convierte en su primer mandato con la promesa dibujada en Twitter de resolver ‘verdaderamente’ el problema principal de El Salvador: la inseguridad.

Su estrategia se ha basado en la construcción de una narrativa que glorifica al ejército y repudia al criminal, aprovechándose de tácticas de marketing político que le han dado resultados efectivos como parecen mostrarlo las elecciones. Pero ni la narrativa, ni el marketing por sí mismo tendrían sentido si no es porque hay algo en la base de la sociedad salvadoreña —y nos parece que latinoamericana en general— que anhela la posibilidad de transformar la vida. El caso de El Salvador hace evidente que uno de los aspectos principales de la crisis generalizada es justamente la inseguridad. Las distintas formas en que se presenta —desde el asalto cada vez más violento en las ciudades hasta el homicidio sistemático— es quizá una de las muestras más potentes de la experiencia urbana de que las cosas no están bien. En el día a día, la exposición a la violencia y la percepción de la inseguridad que conlleva, ha tocado nervios muy sensibles que abren la puerta a una personificación de la dominación con nombre y apellido. Es decir, lo que Bukele ha agitado en la población es la clásica oposición de Carl Schmitt entre amigo y enemigo como fundamento de la política y que, en su caso, conducirá a la superación de todos los males. En este en particular, los responsables de la crisis son tanto las pandillas como los políticos inoperantes y corruptos, además del poder internacional que conspira en su contra colgado del discurso de los derechos humanos.

Es claro que los políticos asociados a los Acuerdos de Paz y las pandillas son bastante nítidos: yacen, por un lado, en los representantes de la miseria del Estado que exhiben su cuerpo al desnudo; mientras que, por el otro, está la escoria de rostros tatuados que ha aterrorizado a la sociedad por décadas. El tercero de la fórmula, el poder internacional, es mucho más abstracto porque no está tan ligado a los líderes de distintos países—pocos se han pronunciado enfáticamente contra la estrategia de Bukele—, pero su figura recae en las ONG’s y otras instituciones que presionan para que la securitización de la nación centroamericana sea abandonada. En este esquema Bukele ha podido traducir la rabia popular hasta encumbrarse como uno de los jefes de Estado con mayor aprobación en América Latina.

Frente a este panorama, es importante resaltar una discusión que puede ser central frente a la crisis materializada en la inseguridad. Aunque Bukele no expresa algo nuevo, por más que las redes sociales y el uso mediático de influencers haga parecer lo contrario, su estrategia es un llamado para agudizar lo que podemos hacer y no hacer (o aceptar pasivamente, que a veces es lo mismo) ante la sensación de un mundo que nos asfixia. La estrategia del llamado ‘modelo Bukele’ es cuestionable por lo que implica tanto para las personas que son el objeto directo de su maltrato —con las graves denuncias por ejecuciones extrajudiciales, torturas y desapariciones forzadas— como para defensoras de derechos humanos y de otras causas como la lucha por la justicia ambiental o la diversidad sexual. Además, el modelo obscurece las cifras reales de sus alcances por su propia naturaleza y es dudoso por su sostenibilidad a largo plazo. Si la receta es básicamente formar un campo de concentración gigantesco que detenga el peligro entre sus rejas, tendremos que preguntarnos qué pasará cuando demos cuenta de que lo que formó las condiciones para que ese terror existiera sigue suelto por las calles y también porta uniforme verde.

Lo de Bukele dice mucho de lo que podemos ser las personas en tiempo de crisis: ha demostrado que tenemos la capacidad de ir en contra de la historia, desbordar la constitución y golpear otras instituciones que sostienen a las democracias liberales, pero no necesariamente con la intención de construir una política otra basada en la emancipación y la dignidad, sino todo lo contrario. El Estado de excepción en El Salvador nos muestra el lado oscuro de nuestra desesperación. Parece que se ha vuelto un goce ver los promocionales de la presidencia que exhiben la violencia a la juventud y nos hace sentir bien porque finalmente el mal es castigado. Se grita a viva voz que lo merecen y se anula la compasión. Embriaga el espectáculo y el dolor sigue su marcha.

El segundo periodo de Bukele que comenzará en poco tiempo continuará su estrategia y podrá convertirse en un eje que ya otros países como Honduras y Ecuador ponen en marcha. La llamada guerra contra las pandillas puede que continue tapando la violencia contra la diversidad sexual de su gobierno, el control sobre el cuerpo de las mujeres o la modernización, de la mano de China, que implica al mismo tiempo proyectos de desarrollo devastadores para el medio ambiente. 

Bukele debe de alertarnos sobre lo que podemos posicionar en el poder en los próximos años con tal de rozar falsamente la calma, porque la política reaccionaria se seguirá disfrazando seductoramente con jeans en actos oficiales y lanzando sus promocionales por TikTok, pero es importante resistir al primer encanto y permitirnos la duda. El debate, en estos casos, no es realmente si el fin justifica los medios, es sobre el fin en sí mismo. No cuestionamos a Bukele y a quienes lo aprueban sólo por sus métodos, sino por su entendimiento del problema reducido a una crisis que no pasa más allá de las apariencias.

 

Rogelio Regalado

*Investigación por Sara Centeno

 

 

 
 
 

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